Lo maravilloso de la infancia es que no hay pasado ni futuro, solo -inconscientemente- cohabita el roce del presente, que no necesitamos comprender, con inocencia e ilusiones.
De esta etapa mágica de la vida siempre recuerdo a mi madre pidiéndome que soltara un poco los libros, estos me proporcionaban no solo seguridad, compañía y conocimiento, sino que viajaba a lugares remotos sin importar el tiempo, donde me reencontraba con personajes desconocidos y hermosos escenarios.
Me gustaba sufrir el miedo del viento huracanado de Cumbre borrascosas, vivir las aventuras de Tom Sawyer o reír a carcajadas, cuando todos dormían, con las maldades y descripciones del escritor bayamés Orestes Adán... y hasta ver la televisión en la casa de Margot, la vecina de al lado, o las aventuras de Robin Hood o El zorro en el televisor comunitario ubicado en Calle 5.
Comparaciones aparte, ahora, por ejemplo, Lianet, quien aún no ha cumplido sus dos años de vida, juega a llamar a su papi por el celular o pide la laptop de Lisandra para cantar al compás de los videos de música infantil.
Muchos niños en Cuba sueñan con ser marineros,
o mosqueteros o tejen su propio futuro no solo mediante el juego, sino,
también, incorporados a los círculos de interés vocacionales.
Sin
dudas es una etapa en la que sin darnos cuenta comenzamos a forjar los
más fuertes lazos en las relaciones sociales, a expresarnos y a percibir
lo que nos rodea.
¿Qué persona mayor no quisiera volver a ser niño otra vez? Yo llevo mi infancia conmigo, eso lo sabe Calle Siete.