Agosto está casi entregando a septiembre los pocos días que le quedan en Bayamo, capital de la provincia cubana
de Granma, con bastante calor y la lluvia que le está negando a la tierra en la
Sierra Maestra. No obstante, siento como si los recuerdos de este mes me
introdujeran en un espacio donde está prohibida la tristeza.
Después de todo una supernova
seguirá girando en su universo; empero, no imaginan lo feliz que estoy de que mi tesoro más
preciado, mi hijo Daniel de Jesús, haya cumplido sus 24 años, el 27 reciente.
Desde ese mágico día, en el que llegó sin dolor, me he
acercado a la moraleja de que toda tentación tiene una provechosa consecuencia.
Cuanto más pasa el tiempo más estimo que mi error fue no haberlo tenido antes.
Yo lo necesito para respirar y cuando estamos lejos me ahoga su ausencia.
Quedaron atrás las noches
de sobresaltos, pero me doy el lujo de disfrutar cuando hace ejercicios para hinchar
los músculos, un mundo de masajes, cremas, lociones, perfumes: toda la
parafernalia imaginable de los jóvenes de este tiempo dedicada al cultivo de su
físico.
También me da tremendo placer escuchar cómo conversa de las pequeñeces de la vida, la especial habilidad para ¨mortificar¨ a sus abuelos y de convencerlos de que es la víctima o alaba la sazón para lograr que cocinen lo que más le gusta.
Hoy podemos caminar juntos por Calle Siete,
conversar con los vecinos y escuchar historias como la del asceta que buscaba
la perfección de su alma en el budismo, y, habiéndose impuesto la castidad,
como una de sus privaciones, se vio atormentado un día por la visión de una hermosa mujer.
Así es mi hijo, y así lo amo.